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Subject: La guerrilla no hizo estas cosas...
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Y a estos episodios es a los que me refería (Pancho, Ocanclini, etc) cuando decía que hubo diferencias en los procedimientos...salió hoy en La Diaria...
Prohibieron el agua pero no la sed
VÍCTIMAS DE LA DICTADURA CUENTAN EL INFIERNO QUE LES TOCÓ VIVIR
Liliana Pertuy Franco (47) y las hermanas Mabel (49) y Marisa (45) Fleitas Mariño relatan una historia que, según ellas, ya no pertenece sólo a su pasado y a su historia de vida sino también al pasado y
a la historia de nuestro país. Una historia que les costó 29 años poder contar y que cuentan para que la sociedad uruguaya no siga enfermando de impunidad. Para que el “Nunca Más” sea nunca más.
En abril de 1975, cuando jóvenes comunistas salían a defender la democracia, la bestia se desató contra la lucha y la inocencia de 38 jóvenes de Treinta y Tres, en su mayoría menores de edad, víctimas del general Gregorio Álvarez. La detención y las torturas brutales fueron seguidas por la difamación en todo el país a través de los medios de comunicación. Perdieron años de juventud y de estudio en cuarteles y cárceles, a sus amigos y compañeros, el honor, la dignidad y su pueblo de crianza. Por aquel entonces Liliana tenía 15 años, Mabel 17 y Marisa 13.
Entre los arrozales y a orillas del río Olimar, la ciudad de Treinta y Tres desarrollaba, en los años 70, una movida cultural que había sido iniciada bastante antes por artistas como Ruben Lena, Víctor Lima y Los Olimareños. En ese pueblito de campaña se podían encontrar muchas librerías, varios centros culturales, cines, teatros y una discoteca. Los “jóvenes inquietos de Treinta y Tres” participaban en intercambios estudiantiles con otros departamentos, tenían su propio teatro -el Teatro Experimental-, su propia orquesta de rock -Credo- y coordinaban numerosas actividades. “No era anormal que a los 12 o 13 años estuvieras organizando un festival y llamando a Montevideo para que fueran grupos de música”, señaló Liliana.
Ella, Mabel y Marisa estudiaban en el liceo departamental, que también era un centro de difusión cultural.
“Teníamos docentes de mucho nivel académico y estábamos realmente abocados a estudiar. El debate ideológico, cultural, literario o político era normal para nosotros. Leímos (Gabriel) García Márquez, Cien años de soledad, y otros escritores latinoamericanos teniendo 12 ó 13 años”, recordaron.
A temprana edad, Liliana y Mabel se vincularon a la franja política de izquierda y al gremio estudiantil.
Ambas pertenecían a la Unión de Juventudes Comunistas (UJC). “Nuestra militancia era de domingo a domingo, todos los días de nuestra vida y en todo tipo de actividades. No éramos pura acción sino que estábamos sustentadas en la formación teórico-ideológica, a la que dedicábamos un buen tiempo, y eso fue lo que nos hizo sabedoras de la organización política en la que estábamos”.
En 1973, con el establecimiento de la dictadura cívico-militar, la UJC fue ilegalizada, como todas las organizaciones políticas que el régimen consideraba peligrosas. Sin embargo, continuó trabajando durante dos años en la clandestinidad e incluso creció numéricamente gracias a la formación de círculos barriales, que se encargaban de realizar actividades en su zona.
-Como gremio estudiantil, ¿tomaron medidas contra la dictadura?
-Dando respuesta al golpe, se formó el Movimiento Juvenil Patriótico (MJP) para nuclear jóvenes que repudiaran el régimen de alguna forma y que no necesariamente estuvieran en alguna organización
política, ni pertenecieran a un sector en particular. Dentro del propio liceo, a los estudiantes se nos impusieron ciertas reglas que nosotros salimos a responder. Nos dijeron “el uniforme cuatro dedos por debajo de las
rodillas”, y nosotras nos pegamos a los uniformes pedazos de sábanas blancas que nos llegaban hasta
los pies. Los varones, en lugar de cortarse el pelo al ras, se raparon a cero. De un día al otro la directora
tuvo que enfrentarse a un malón de jóvenes ridículos. Lo más peligroso que hicimos fue pintar paredes, los baños del liceo, repartir volantes, desplegar del techo del liceo hacia abajo pancartas gigantescas…
-¿Eran conscientes del riesgo que implicaba trabajar en la clandestinidad?
-Sabíamos que podíamos caer presas porque Treinta y Tres tenía en la historia un cuartel muy fascista y sanguinario, sabíamos de las atroces torturas que les hicieron a los tupamaros, vimos a un estudiante fusilado... Aparecía una “chanchita” (camioneta policial) y se te helaba la sangre. “La quedo”, pensabas, pero eso nunca nos inmovilizó; jamás. Ni siquiera después de haber estado presas. Ya habíamos pasado por la cárcel, por la tortura, y seguimos. Era más fuerte la seducción y el afán de justicia. La razón de nuestra falta de miedo y de nuestra valentía era defender la democracia que estaba siendo robada, no a quienes integrábamos las organizaciones políticas sino al pueblo entero. Había una seriedad en nuestra lucha, y había otras cosas que formaban parte de la ingenuidad e inocencia. Marisa, hermana menor de Mabel, se había afiliado a la UJC una vez iniciada la dictadura y sólo participó en algunas reuniones. “No llegué a hacer nada: nunca vendí El Popular, ni salí de pintada… Además mi madre no me dejaba salir porque yo era muy chica. El día del golpe no entendía qué era disolver las Cámaras. El salto grande a conocer lo que estaba pasando fue el día que me llevaron”, contó Marisa.
Los 38 de Treinta y Tres
Era el sábado 12 de abril de 1975. Mabel y Marisa, de 17 y 13 años respectivamente, estaban terminando de almorzar con su numerosa familia, que incluía a sus dos hermanas, Alicia de 15 y Carmen de 18, y a dos hermanitos de 7 y 8 años. El jeep del ejército se detuvo frente a la puerta.
La Mina, una amiga que estaba con ellos, se llevó a los más pequeños, y Mabel y Carmen lograron escapar por el fondo de la casa. “(Los militares) entraron directo al dormitorio nuestro, rompieron, buscaron y preguntaban mucho por Carmen. Como había una baldosa floja levantaron todo el piso de la cocina porque
podía haber armas: encontraron un hormiguero”, contaron las hermanas.
Los militares se llevaron a su madre -que no integraba ninguna organización política- y a Alicia. Marisa quedó sola con los oficiales: “Me preguntaban mi nombre y les decía: ‘¿Por qué te tengo que decir yo mi nombre si vos sos el que entró a mi casa sin pedir permiso y estás dando vuelta todo? El que tenés que decir tu nombre sos vos’. Y el tipo me dijo: ‘Me llamo Juan Luis Álvez y soy teniente del Ejército’”. “’Firme acá como que no llevamos nada de valor’, me dijeron. ‘¿Cómo voy a firmar que no se llevan nada de valor si se acaban de llevar a mi madre?’”, relató Marisa. “Llegaron unas tías mías y los militares les preguntaron por Carmen. Ellas la fueron a buscar: no eran conscientes de lo que hacían. La pobre Carmen vino y nos llevaron a las dos”. Mabel regresó por sus hermanitos y fue detenida al día siguiente. “Cuando llegó el jeep pensamos ‘debe ser (José) Lete que trae a su hija a estudiar’”, dijo Mabel. Lete era teniente mayor del Batallón 10º de Infantería, y su hija, Patricia, era compañera de liceo de Marisa. “Muchas veces, cuando la iba a buscar con el jeep, me decía ‘¿Querés venir?’ y yo nunca me subía”, rememoró. A Liliana la detienen el mismo sábado, a cinco cuadras de su casa, por la calle Pantaleón Artigas, cuando iba a estudiar a la casa de Mabel. “En mi casa rompieron todo para ver dónde estaba la dirección de los contactos de Montevideo –obviamente que los tenía en la cabeza- y buscaron armas”. Su madre, que tampoco tenía vinculación con ninguna organización política, también fue detenida. El operativo militar buscaba desarticular la organización comunista de Treinta y Tres. Entre el 12 y el 13 de abril cayeron casi todos los militantes de la UJC, varios del Partido Comunista (PC) y un grupo que integraba el MJP. “No teníamos conciencia real de lo que venía. No imaginamos que íbamos a dar a ese infierno que fue la tortura y años de cárcel”, aseguró Marisa. Lograron detener a 38 jóvenes, de los cuales 29 eran menores de edad. Todos fueron trasladados al Batallón 10º, que estaba en la calle Ramón Ortiz, cerca de la estación de trenes. “Cada uno de nosotros estaba convencido de que era una caída individual”, aseguró Liliana.
-¿Qué pasó cuando llegaron al cuartel?
-Cuando íbamos entrando nos ponían en una pieza, en los rincones, y te decían que no podías hablar.
De ahí te llevaban a otra pieza donde te sacaban todas tus pertenencias -anillos, reloj, caravanas-, te ponían una capucha y te colgaban un cartel con tu nombre. Los de nuestras madres decían “Madre de las Pertuy”, “Madre de las Fleitas”. A partir de ahí pasabas propiamente a la tortura.
-¿Primero el plantón?
-Muchas horas de plantón en la Plaza de Armas. Allí nos dispusieron a todos con los pies separados todo lo que la pelvis puede dar, los brazos detrás de la nuca y encapuchados. Si te caías te golpeaban. O te metían un perro policía entre las piernas para que no te tiraras. Perdés la noción del tiempo, llega un momento que no sabés cuántos días pasaron. En abril hace mucho frío de noche y nosotros estábamos afuera, mojados, orinados...
-¿Cómo eran los interrogatorios?
-Te sacaban la capucha y tenías una luz en la cara. Los oficiales estaban en círculo, todos te golpeaban y no sabías de dónde te iba a venir el golpe. Estabas en el medio de muchos hombres muy grandes golpeándote con los puños, con las botas -que son grandes-, con unas varillas de hierro envueltas en goma para no dejar marca. La palabra normal era “Cantá, cantá todo”. Tenían una bandeja con café con leche, bizcochos, cigarros… “Recién sacamos a Fulana y como dijo todo le dimos un café con leche -nos decían-. Si no cantás, estás en nuestras manos. A mí no me cuesta nada pegarte un balazo. Dale, no seas estúpida, tus compañeros ya cantaron y vos estás acá haciéndote la heroína”. Si nosotros hubiéramos querido cantar a un compañero no habríamos tenido ni el mérito de hacerlo, porque ya estaban todos allí. Nos torturaron salvajemente teniendo todos los datos de antemano. Mientras estuvieron en el cuartel los obligaron a ayunar. “No consumí agua ni alimento. Me deshidraté y caí desmayada. Ignoro la cantidad de tiempo que estuve así. En determinado momento desperté y me estaban pasando suero”, contó Mabel. “A veces algún guardia bueno te dejaba tomar agua de la canilla. Tomabas desesperada porque no sabías cuánto tiempo más ibas a estar sin nada”, agregó Liliana. Cada día que pasaba, la tortura se iba volviendo más brutal. “Se fue incrementando con otros métodos: soplamocos, submarino, picana... La tortura psicológica y la amenaza permanente de que te iban a hacer siempre algo más atroz. Cuando se empezó a hacer más cruel te sacaban la capucha para que los vieras y para que vieras a tus compañeros hechos pedazos, golpeados, con las caras cuadriculadas, y a ellos comiendo…”
-¿Hicieron diferencias por la edad o por acusaciones al momento de torturar?
-Ninguna. Jamás.
-¿Pensaban en el afuera?
-En medio de la tortura no pensás en la libertad, pensás en resistir. En reponerte y en sobrevivir. Nada más. Y a veces pensabas más en los otros que en vos. Si querés llorar por dolor, no llorás porque no querés que el de al lado te sienta llorar, para no hacer sufrir a otro compañero o a otra hermana más chica. Nos educaban con la concepción de educar a tu hermanito, entonces no llorábamos y nos aguantábamos el dolor. Pero una noche los más pequeños no aguantaron más y empezaron a llorar. “¡Mamá, mamá!”, gritaban. “Vimos que se desesperaban y todos empezamos a gritar ‘¡Mamá!’. La gente del barrio empezó a venir y a preguntar qué tenían adentro del cuartel. Las adultas que estaban allí empezaron a decirles a los militares ‘Dejen de torturar a esos niños, tortúrennos a nosotras que somos adultas’”, contó Liliana.
Esta vez yo no fui
Pero lo peor aún estaba por llegar. El 18 de abril los trasladaron a “la cuadra”, una especie de galpón muy largo que estaba dividido por un muro: de un lado pusieron a los varones y del otro a las mujeres. A cada uno lo ubicaron sobre una tarima de madera donde reconocieron sus colchones, que los militares habían mandado a buscar a sus casas. En la madrugada los dejaron bañarse con agua helada. “Era una satisfacción sacarte todo lo que tenías pegado: excremento, orina, sangre y el olor del miedo, que nunca más lo sacás de la ropa.
Cuando me pude ver las piernas eran como unas mortadelas, de tan hinchadas y quemadas por el frío. Mis zapatos de plataforma nunca más se enderezaron, quedaron para adentro”, relató Liliana. Además los alimentaron por primera vez. “A la mañana nos dan en unos jarros de lata café negro caliente con un marroco, un pan que ellos hacían en el cuartel. Para mí, comer el marroco fue como haber comido una bombita de dulce de leche, fue impresionante”, dijo. Ese mismo día había llegado en helicóptero a Treinta y Tres el general Gregorio -Goyo- Álvarez, para celebrar la fecha patria del 19 de abril. Y para ordenar la tortura de los
detenidos de entre 13 y 18 años. Para eso había llevado a Pedro Buzzó.
-¿Qué sucedió el 18 y el 19 de abril?
-El 18 de tarde empiezan a sacarnos de a uno. Y ahí fue horrible. Nos vuelven a torturar, durante una fiesta. Te hacían esperar de plantón en una subida mientras el otro estaba siendo torturado adentro. Cuando entrabas estaba Buzzó, te sacaba la capucha para que lo vieras arremangado, todo sucio de sangre, con el
pantalón por adentro de las botas...Había un tacho enorme -de esos en los que hacen la comida- lleno de agua, de excrementos, de vómitos...Y un caballete. A medida que los compañeros iban entrando, comenzábamos a prepararnos porque venían todos en ataques de histeria, cosa que en la “máquina” anterior no había sucedido, que el nivel de salvajismo fuera tal que la gente volviera así... En general volvías hecho trapo, caído pero no en un ataque. Buzzó era tan claro y tan preciso en su técnica de tortura que vos estabas entero y en un estado de histeria y de terror total. Te aterrorizaba con lo que hacía: él era el verdadero torturador. Después nos sacó a plantón de nuevo, toda la noche, mientras el Goyo estuvo en la fiesta que brindó el Ejército en su honor.
-¿El Goyo estuvo presente en la tortura?
-Estaba en el cuartel. Él era el jefe máximo y no paró la tortura. El Goyo era un torturador de niños. Logra enardecer, logra sublevar, provoca una reacción casi violenta en uno, logra desarrollar el odio. No odiamos, pero tenemos mucha rabia. No la cultivamos pero la conservamos. Es un individuo muy peligroso para la sociedad, como (Juan María) Bordaberry. Al día siguiente, cuando el Goyo Álvarez y Pedro Buzzó habían abandonado la ciudad de Treinta y Tres, la oficialidad del Ejército reunió a todas las víctimas y les pidió disculpas por el “episodio”. “Nos dicen que ellos no mandaron torturar y que no tenían nada que ver con lo sucedido el 18 y el 19 de abril. Nos dijeron: ‘El que lo mandó fue el Goyo’”, aseguran Liliana y Mabel.
Destrucción moral
Para justificar ante el departamento y la sociedad uruguaya la detención de tantos menores de edad por tiempo prolongado, los militares elaboraron una patraña. El médico general Hugo Díaz Agrelo les hizo a las jóvenes tactos vaginales sin guantes y les inyectó penicilina semanalmente, aduciendo que tenían enfermedades venéreas. La acusación recayó sobre quienes habían participado en febrero de ese mismo año en una convención de la UJC en la playa La Esmeralda. “Atacaron por el lado de lo moral. La idea era que la tropa desparramara el chimento. Para ellos era cierto porque nos inyectaban penicilina”. El Ejército emitió un comunicado de prensa que fue publicado el miércoles 30 de abril de 1975 por los matutinos El País y La Mañana. “Marxismo: única meta la destrucción moral. Descubren campamento: prostituían a más de 60 jóvenes”, rezaba el titular de El País, en la sección Policiales. La Mañana tituló “Descubren movimiento clandestino que reclutaba elementos jóvenes”. El comunicado aseguraba que en el campamento de La Esmeralda “convivieron en tres cobertizos de tablas arrojadas por el mar y ramas de reducidas dimensiones más de 20 jóvenes de ambos sexos en completa promiscuidad y en la cual los cambios de pareja en ámbitos
sexuales eran usuales”. “Es nuestra obligación hacer conocer para evitar que se repita en el futuro”, sostenía. Se acusaba a los detenidos de estar “alejados de nuestras más elementales normas de moral y respeto” y de haber “rebasado largamente las barreras, no sólo de la moral, sino también de la más elemental higiene sexual”, añadiendo que no resultaba “extraño que cinco jovencitas cuyas edades oscilan entre 14 y 17 años contrajeran enfermedades venéreas”. “Se pudo saber también que tres jovencitas rivalizaban en verdaderas competencias de índole sexual, en las que procuraban medir sus respectivas resistencias, habiendo participado de ellas un elevado número de representantes del sexo opuesto”, afirmaba el comunicado.
“Padres, profesores y maestros tienen la palabra”, concluía. La descripción de esa “serie de sucesos lamentables” tenía presunto apoyo en “actas labradas” y “otras comprobaciones”.
Corazón con agujeritos
El 7 mayo de 1975, a casi un mes de la detención, llega desde Montevideo el coronel y juez militar Libio Camps a tomar declaraciones en el cuartel. Ese día liberan a seis jóvenes de 13 y 14 años, entre ellos, a Marisa. “Camps me firma la autorización para salir y le dice a mi madre que me van a entregar, pero que si
yo vuelvo a hacer algo me matan y ella ‘termina con los huesos en un calabozo’. Ésas fueron sus últimas palabras”, contó Marisa. Los adolescentes de 18 años fueron reubicados en varios cuarteles del país y luego estuvieron presos de dos a seis años en los penales de Libertad y de Punta de Rieles. Los de 15 a 17 años fueron trasladados a Montevideo, a los Centros de Observación del Consejo del Niño, actual INAU. “El alivio fue ‘Por suerte los más chicos zafaron’”, dijo Liliana.
-¿Cómo fue el traslado a Montevideo?
-Nos sacan un día neblinoso, una madrugada oscura. Nos hacen subir a un camión del Ejército con las manos atadas con alambre, con guardias armados, y después de que estábamos todos ahí arriba tiran a un hombre que nunca supimos quién era. Allí nos sacaron las capuchas. Me acuerdo de la cara del hombre, de su mirada. Estaba todo bordó. Pero no podíamos hablar con él. Cuando llegamos a Montevideo lo dejamos en la parte de atrás del Hospital Militar. A los varones los llevaron al Hogar Álvarez Cortés y a las mujeres las dejaron, ya muy entrada la mañana, en el Hogar Femenino, que estaba en Yaguarón 1617, esquina Cerro Largo. Allí quedaron internadas siete meses. “Estábamos aterrorizadas porque pensábamos que habíamos ido a un manicomio. Nos sacan otra vez todas nuestras pertenencias, nos bañan, nos revisan, hacen una ficha, nos dan unas ropas espantosas y nos hacen ir pasando a unas piezas. Las ropas era lo que más nos convencía de estar en un loquero”. En el Hogar nunca las pusieron bajo el régimen común, sino que estuvieron detenidas en una pieza, separadas del resto de las internas, entre otras cosas, porque “padecían enfermedades venéreas”. Sin embargo, el examen que les realizó una ginecóloga demostró lo contrario: “El historial comprueba que éramos absolutamente todas vírgenes, estábamos intactas y nuestro estado sanitario era impecable”. El personal les tenía miedo y algunos llegaron a creer la invención de que los comunistas comían niños crudos. Les hicieron tests intelectuales y psicológicos. “No entendían cómo estábamos en aquel estado de entereza”. No obstante, Liliana y Mabel reconocieron que sufrieron durante mucho tiempo efectos post traumáticos. “Cuando entraba un funcionario nos parábamos, porque en el cuartel cuando entra un militar te tenés que parar como un resorte, durito, como si fueras un militar. Lo hicimos durante años: entraba alguien en la pieza y nos parábamos como resorte. Hablábamos en un susurro porque creíamos que no podíamos hablar fuerte. Le sacábamos las rosetas a las duchas porque en el cuartel nos bañábamos con el chorro. Nosotras seguíamos torturándonos”, admitieron. De lunes a viernes trabajaban con Eva, la encargada del lavadero, que las trataba en forma amigable. “Era divina con nosotras”. Liliana, Mabel y sus compañeras lavaban, secaban y planchaban la ropa de más de 200 internas. “Trabajábamos duramente pero la verdad es que eso nos sirvió, porque con la edad que teníamos, ¡imaginate estar todo el día encerradas en una pieza!”. Los sábados las visitaba el juez militar Camps y controlaba que las medidas de seguridad se estuvieran cumpliendo. “Nosotras, por ejemplo, no podríamos haber ido a lavar… Teníamos que quedarnos en la pieza”, comentó Liliana. Los domingos eran aburridos e interminables. A pesar de todo, la vida en el hogar se les hizo llevadera en comparación con el infierno anterior: “Allí comíamos, estábamos todas juntas y podíamos hablarnos”.
Pero la pesadilla aún no terminaba. El 6 de noviembre de 1975, el propio Camps entrega a los menores a sus padres en el Juzgado Militar de 8 de Octubre y Jaime Cibils. Nunca pasaron a un juez de menores: habían sido liberados por la Justicia Militar sin que mediaran causa ni proceso, y con la amenaza de que “si volvían a hacer algo” iban a ser torturados al igual que sus familias. Les quitaron la patria potestad a sus padres y se la quedaron los militares. Les suspendieron la calidad de estudiantes por cinco años en todas las instituciones dependientes del Consejo Nacional de Educación (CONAE). Tenían prohibido juntarse más de dos y quedaron constantemente vigiladas.
Adiós Olimar
Al regresar a la ciudad de Treinta y Tres nada volvió a ser igual para Liliana y las hermanas Mabel y Marisa. No podían pisar la Plaza de Deportes ni los clubes, ningún lugar de recreación ni institutos de enseñanza. “Cuando me puse el uniforme y fui al liceo, el encargado me sacó del brazo y me dijo que no podía entrar”, contó Marisa. La persecución era total: “Siempre caminaba con un milico atrás vestido de particular, permanentemente. Por arriba de la casa, en el patio, siempre andaba un milico. Un día uno me dijo: ‘De tanto seguirte me flechaste’”, contó riendo Marisa. “Si vos ibas al almacén a comprarte un palito helado, el milico sabía que te gustaba el de naranja”, comentó Mabel. Como si fuera poco, el comunicado difamatorio había surtido efecto: “Los compañeros del liceo y la gente cruzaban la vereda. Nos tenían miedo. No nos saludaban nuestros antiguos amigos. A los 16 años eso te hace pelota más que la tortura”, evocó Liliana. “Sólo a una amiga la dejaron juntarse conmigo”, agregó Marisa. La situación se les hizo insostenible y abandonaron Treinta y Tres, convencidas de que en ese pueblito de campaña, su pueblito “culturoso”, ya no les quedaba nada. Allí no podrían construir sus vidas: “Fui de las que me vine inmediatamente. Hubo quienes se quedaron e hicieron su vida, yo no entiendo cómo pudieron. Nunca más se me ocurrió que pudiera vivir en Treinta y Tres”, afirmó Liliana.
-¿Por qué cuentan esta historia?
Liliana y Mabel: Nos costó 29 años poder hablar de la tortura. Ni entre nosotros habíamos hablado de qué nos habían hecho, aunque seguimos siendo amigos y amigas, y compartiendo la vida. Nosotras hemos logrado que muchos denuncien, digan y hablen. Y con mucho dolor.Marisa: La gente hoy lo vive como una historia más, como quien ve hoy en la tele la guerra de Irak.
-¿Nunca más?
(Marisa) Me parecería vacío si esto no se toma como un período histórico del Uruguay. No me importa que se sepa mi historia, mi experiencia personal; me importa que se sepa lo que aquí sucedió. Lo que quiero es que se sepa a ciencia cierta toda la responsabilidad.
Liliana y Mabel: Que nunca más pase esto en ningún país, que nunca más haya tortura en ningún lado del mundo. Pero yo no creo que la solución sea dar vuelta la página. No es sólo un problema de lo que nos pasó, sino de la sociedad uruguaya. La sociedad tiene que sanearse de esto, porque está enferma de impunidad. Empezó con la dictadura, siguió con la Ley de Caducidad y ha permeado a toda la sociedad. Hay que luchar contra la impunidad en todas sus manifestaciones. Para eso se tiene que saber la verdad, y junto con la verdad tiene que haber justicia.<
Lourdes Rodríguez Becerra
Mucho palo pa’ que aprenda
En el mismo cuartel, pero en 1972, murió Luis Carlos Batalla, un albañil de 32 años, casado y con dos hijas menores de edad, militante del Partido Demócrata Cristiano (PDC), Frente Amplio. Había sido detenido por efectivos del Batallón de Infantería Nº 10 en la madrugada del domingo 21 de mayo de ese año. El 25 de mayo, a las 9 de la mañana, personal militar llamó a la puerta de su casa y pidió los remedios para el corazón. Sus familiares respondieron que no sufría problemas cardiovasculares ni estaba en tratamiento médico. Una hora más tarde los notifican de su fallecimiento: Batalla había muerto de un “ataque cardíaco”. La denuncia judicial por homicidio estuvo a cargo del abogado Daniel Sosa Días, diputado del PDC, y la autopsia, realizada por médicos de su confianza, reveló que la causa de la muerte fue una anemia aguda por ruptura de hígado. Sosa Días señaló al entonces ministro de Defensa Nacional, general Enrique Magnani, que para romper el hígado se necesita una fuerza similar a la de la patada de un caballo. Batalla no pudo defenderse porque estaba atado y encapuchado. “En la mano derecha se apreciaba una marca, signo demostrativo de que estuvo atado con alambre retorcido que le apretaba fuertemente la muñeca (...). Lo más espantoso era el abdomen, lleno de equimosis, de erosiones, de hematomas. Evidentemente ésa era una persona que había sido brutalmente golpeada”, explicó Sosa Días al ministro. Mario Eguren, un estudiante de 17 años, había sido detenido durante las razias contra el Movimiento de Liberación Nacional (MLN), también en 1972. El adolescente, que era compañero de clase de Liliana Pertuy, fue fusilado por orden de un comisario de la policía, Peludo Alcarraz, con sus manos atadas, cuando intentó escapar del infierno del cuartel.<
No hay otro remedio
En 1985, el doctor Hugo Díaz Agrelo fue denunciado por diez mujeres -entre ellas Liliana Pertuy y Mabel Fleitas- ante la Comisión Nacional de Ética Médica que habían constituido ese mismo año el Sindicato Médico del Uruguay, la Federación Médica del Interior, la Asociación de Estudiantes de Medicina y la Comisión de Derechos Humanos del Colegio de Abogados. Díaz Agrelo, que en 1975 era médico del cuartel y director del Hospital de Treinta y Tres, alegó que ante la sospecha de que ocho pacientes tuvieran enfermedades venéreas les había hecho una “inspección vulvar en forma correcta” y les había inyectado semanalmente Benzetacil, dos millones 400 unidades. La única enfermedad venérea que se trata con esa medicación es la sífilis, que se diagnostica con un examen de laboratorio (reacción VDRL). “El doctor no puede ignorar que con una inspección vulvar no se diagnostica ninguna enfermedad venérea. El tratamiento (...) no debió indicarse por sospecha”, sostuvo el equipo instructor, conformado por un médico y un abogado. El equipo instructor entendió que la actitud de Díaz Agrelo “se prestó a una parodia de examen que fue vejatorio para avalar las acusaciones infundadas del Comando General del Ejército en perjuicio de las víctimas, que además sufrieron el rechazo de algunos sectores de la sociedad de Treinta y Tres, debiendo algunas abandonar su ciudad natal”. También estuvieron involucrados otros médicos militares cuyos casos no fueron estudiados por la Comisión Nacional de Ética Médica: José Cúneo, el doctor Antigas y un odontólogo de apellido Viera. “Un día nos dijeron: ‘Los que tienen problemas dentales, vino el dentista’ -relató Mabel-. Me revisó la boca y me dijo: ¿Te duele este diente? No te va a doler más’. Me lo arrancó y me quedé sin el diente”.
Prohibieron el agua pero no la sed
VÍCTIMAS DE LA DICTADURA CUENTAN EL INFIERNO QUE LES TOCÓ VIVIR
Liliana Pertuy Franco (47) y las hermanas Mabel (49) y Marisa (45) Fleitas Mariño relatan una historia que, según ellas, ya no pertenece sólo a su pasado y a su historia de vida sino también al pasado y
a la historia de nuestro país. Una historia que les costó 29 años poder contar y que cuentan para que la sociedad uruguaya no siga enfermando de impunidad. Para que el “Nunca Más” sea nunca más.
En abril de 1975, cuando jóvenes comunistas salían a defender la democracia, la bestia se desató contra la lucha y la inocencia de 38 jóvenes de Treinta y Tres, en su mayoría menores de edad, víctimas del general Gregorio Álvarez. La detención y las torturas brutales fueron seguidas por la difamación en todo el país a través de los medios de comunicación. Perdieron años de juventud y de estudio en cuarteles y cárceles, a sus amigos y compañeros, el honor, la dignidad y su pueblo de crianza. Por aquel entonces Liliana tenía 15 años, Mabel 17 y Marisa 13.
Entre los arrozales y a orillas del río Olimar, la ciudad de Treinta y Tres desarrollaba, en los años 70, una movida cultural que había sido iniciada bastante antes por artistas como Ruben Lena, Víctor Lima y Los Olimareños. En ese pueblito de campaña se podían encontrar muchas librerías, varios centros culturales, cines, teatros y una discoteca. Los “jóvenes inquietos de Treinta y Tres” participaban en intercambios estudiantiles con otros departamentos, tenían su propio teatro -el Teatro Experimental-, su propia orquesta de rock -Credo- y coordinaban numerosas actividades. “No era anormal que a los 12 o 13 años estuvieras organizando un festival y llamando a Montevideo para que fueran grupos de música”, señaló Liliana.
Ella, Mabel y Marisa estudiaban en el liceo departamental, que también era un centro de difusión cultural.
“Teníamos docentes de mucho nivel académico y estábamos realmente abocados a estudiar. El debate ideológico, cultural, literario o político era normal para nosotros. Leímos (Gabriel) García Márquez, Cien años de soledad, y otros escritores latinoamericanos teniendo 12 ó 13 años”, recordaron.
A temprana edad, Liliana y Mabel se vincularon a la franja política de izquierda y al gremio estudiantil.
Ambas pertenecían a la Unión de Juventudes Comunistas (UJC). “Nuestra militancia era de domingo a domingo, todos los días de nuestra vida y en todo tipo de actividades. No éramos pura acción sino que estábamos sustentadas en la formación teórico-ideológica, a la que dedicábamos un buen tiempo, y eso fue lo que nos hizo sabedoras de la organización política en la que estábamos”.
En 1973, con el establecimiento de la dictadura cívico-militar, la UJC fue ilegalizada, como todas las organizaciones políticas que el régimen consideraba peligrosas. Sin embargo, continuó trabajando durante dos años en la clandestinidad e incluso creció numéricamente gracias a la formación de círculos barriales, que se encargaban de realizar actividades en su zona.
-Como gremio estudiantil, ¿tomaron medidas contra la dictadura?
-Dando respuesta al golpe, se formó el Movimiento Juvenil Patriótico (MJP) para nuclear jóvenes que repudiaran el régimen de alguna forma y que no necesariamente estuvieran en alguna organización
política, ni pertenecieran a un sector en particular. Dentro del propio liceo, a los estudiantes se nos impusieron ciertas reglas que nosotros salimos a responder. Nos dijeron “el uniforme cuatro dedos por debajo de las
rodillas”, y nosotras nos pegamos a los uniformes pedazos de sábanas blancas que nos llegaban hasta
los pies. Los varones, en lugar de cortarse el pelo al ras, se raparon a cero. De un día al otro la directora
tuvo que enfrentarse a un malón de jóvenes ridículos. Lo más peligroso que hicimos fue pintar paredes, los baños del liceo, repartir volantes, desplegar del techo del liceo hacia abajo pancartas gigantescas…
-¿Eran conscientes del riesgo que implicaba trabajar en la clandestinidad?
-Sabíamos que podíamos caer presas porque Treinta y Tres tenía en la historia un cuartel muy fascista y sanguinario, sabíamos de las atroces torturas que les hicieron a los tupamaros, vimos a un estudiante fusilado... Aparecía una “chanchita” (camioneta policial) y se te helaba la sangre. “La quedo”, pensabas, pero eso nunca nos inmovilizó; jamás. Ni siquiera después de haber estado presas. Ya habíamos pasado por la cárcel, por la tortura, y seguimos. Era más fuerte la seducción y el afán de justicia. La razón de nuestra falta de miedo y de nuestra valentía era defender la democracia que estaba siendo robada, no a quienes integrábamos las organizaciones políticas sino al pueblo entero. Había una seriedad en nuestra lucha, y había otras cosas que formaban parte de la ingenuidad e inocencia. Marisa, hermana menor de Mabel, se había afiliado a la UJC una vez iniciada la dictadura y sólo participó en algunas reuniones. “No llegué a hacer nada: nunca vendí El Popular, ni salí de pintada… Además mi madre no me dejaba salir porque yo era muy chica. El día del golpe no entendía qué era disolver las Cámaras. El salto grande a conocer lo que estaba pasando fue el día que me llevaron”, contó Marisa.
Los 38 de Treinta y Tres
Era el sábado 12 de abril de 1975. Mabel y Marisa, de 17 y 13 años respectivamente, estaban terminando de almorzar con su numerosa familia, que incluía a sus dos hermanas, Alicia de 15 y Carmen de 18, y a dos hermanitos de 7 y 8 años. El jeep del ejército se detuvo frente a la puerta.
La Mina, una amiga que estaba con ellos, se llevó a los más pequeños, y Mabel y Carmen lograron escapar por el fondo de la casa. “(Los militares) entraron directo al dormitorio nuestro, rompieron, buscaron y preguntaban mucho por Carmen. Como había una baldosa floja levantaron todo el piso de la cocina porque
podía haber armas: encontraron un hormiguero”, contaron las hermanas.
Los militares se llevaron a su madre -que no integraba ninguna organización política- y a Alicia. Marisa quedó sola con los oficiales: “Me preguntaban mi nombre y les decía: ‘¿Por qué te tengo que decir yo mi nombre si vos sos el que entró a mi casa sin pedir permiso y estás dando vuelta todo? El que tenés que decir tu nombre sos vos’. Y el tipo me dijo: ‘Me llamo Juan Luis Álvez y soy teniente del Ejército’”. “’Firme acá como que no llevamos nada de valor’, me dijeron. ‘¿Cómo voy a firmar que no se llevan nada de valor si se acaban de llevar a mi madre?’”, relató Marisa. “Llegaron unas tías mías y los militares les preguntaron por Carmen. Ellas la fueron a buscar: no eran conscientes de lo que hacían. La pobre Carmen vino y nos llevaron a las dos”. Mabel regresó por sus hermanitos y fue detenida al día siguiente. “Cuando llegó el jeep pensamos ‘debe ser (José) Lete que trae a su hija a estudiar’”, dijo Mabel. Lete era teniente mayor del Batallón 10º de Infantería, y su hija, Patricia, era compañera de liceo de Marisa. “Muchas veces, cuando la iba a buscar con el jeep, me decía ‘¿Querés venir?’ y yo nunca me subía”, rememoró. A Liliana la detienen el mismo sábado, a cinco cuadras de su casa, por la calle Pantaleón Artigas, cuando iba a estudiar a la casa de Mabel. “En mi casa rompieron todo para ver dónde estaba la dirección de los contactos de Montevideo –obviamente que los tenía en la cabeza- y buscaron armas”. Su madre, que tampoco tenía vinculación con ninguna organización política, también fue detenida. El operativo militar buscaba desarticular la organización comunista de Treinta y Tres. Entre el 12 y el 13 de abril cayeron casi todos los militantes de la UJC, varios del Partido Comunista (PC) y un grupo que integraba el MJP. “No teníamos conciencia real de lo que venía. No imaginamos que íbamos a dar a ese infierno que fue la tortura y años de cárcel”, aseguró Marisa. Lograron detener a 38 jóvenes, de los cuales 29 eran menores de edad. Todos fueron trasladados al Batallón 10º, que estaba en la calle Ramón Ortiz, cerca de la estación de trenes. “Cada uno de nosotros estaba convencido de que era una caída individual”, aseguró Liliana.
-¿Qué pasó cuando llegaron al cuartel?
-Cuando íbamos entrando nos ponían en una pieza, en los rincones, y te decían que no podías hablar.
De ahí te llevaban a otra pieza donde te sacaban todas tus pertenencias -anillos, reloj, caravanas-, te ponían una capucha y te colgaban un cartel con tu nombre. Los de nuestras madres decían “Madre de las Pertuy”, “Madre de las Fleitas”. A partir de ahí pasabas propiamente a la tortura.
-¿Primero el plantón?
-Muchas horas de plantón en la Plaza de Armas. Allí nos dispusieron a todos con los pies separados todo lo que la pelvis puede dar, los brazos detrás de la nuca y encapuchados. Si te caías te golpeaban. O te metían un perro policía entre las piernas para que no te tiraras. Perdés la noción del tiempo, llega un momento que no sabés cuántos días pasaron. En abril hace mucho frío de noche y nosotros estábamos afuera, mojados, orinados...
-¿Cómo eran los interrogatorios?
-Te sacaban la capucha y tenías una luz en la cara. Los oficiales estaban en círculo, todos te golpeaban y no sabías de dónde te iba a venir el golpe. Estabas en el medio de muchos hombres muy grandes golpeándote con los puños, con las botas -que son grandes-, con unas varillas de hierro envueltas en goma para no dejar marca. La palabra normal era “Cantá, cantá todo”. Tenían una bandeja con café con leche, bizcochos, cigarros… “Recién sacamos a Fulana y como dijo todo le dimos un café con leche -nos decían-. Si no cantás, estás en nuestras manos. A mí no me cuesta nada pegarte un balazo. Dale, no seas estúpida, tus compañeros ya cantaron y vos estás acá haciéndote la heroína”. Si nosotros hubiéramos querido cantar a un compañero no habríamos tenido ni el mérito de hacerlo, porque ya estaban todos allí. Nos torturaron salvajemente teniendo todos los datos de antemano. Mientras estuvieron en el cuartel los obligaron a ayunar. “No consumí agua ni alimento. Me deshidraté y caí desmayada. Ignoro la cantidad de tiempo que estuve así. En determinado momento desperté y me estaban pasando suero”, contó Mabel. “A veces algún guardia bueno te dejaba tomar agua de la canilla. Tomabas desesperada porque no sabías cuánto tiempo más ibas a estar sin nada”, agregó Liliana. Cada día que pasaba, la tortura se iba volviendo más brutal. “Se fue incrementando con otros métodos: soplamocos, submarino, picana... La tortura psicológica y la amenaza permanente de que te iban a hacer siempre algo más atroz. Cuando se empezó a hacer más cruel te sacaban la capucha para que los vieras y para que vieras a tus compañeros hechos pedazos, golpeados, con las caras cuadriculadas, y a ellos comiendo…”
-¿Hicieron diferencias por la edad o por acusaciones al momento de torturar?
-Ninguna. Jamás.
-¿Pensaban en el afuera?
-En medio de la tortura no pensás en la libertad, pensás en resistir. En reponerte y en sobrevivir. Nada más. Y a veces pensabas más en los otros que en vos. Si querés llorar por dolor, no llorás porque no querés que el de al lado te sienta llorar, para no hacer sufrir a otro compañero o a otra hermana más chica. Nos educaban con la concepción de educar a tu hermanito, entonces no llorábamos y nos aguantábamos el dolor. Pero una noche los más pequeños no aguantaron más y empezaron a llorar. “¡Mamá, mamá!”, gritaban. “Vimos que se desesperaban y todos empezamos a gritar ‘¡Mamá!’. La gente del barrio empezó a venir y a preguntar qué tenían adentro del cuartel. Las adultas que estaban allí empezaron a decirles a los militares ‘Dejen de torturar a esos niños, tortúrennos a nosotras que somos adultas’”, contó Liliana.
Esta vez yo no fui
Pero lo peor aún estaba por llegar. El 18 de abril los trasladaron a “la cuadra”, una especie de galpón muy largo que estaba dividido por un muro: de un lado pusieron a los varones y del otro a las mujeres. A cada uno lo ubicaron sobre una tarima de madera donde reconocieron sus colchones, que los militares habían mandado a buscar a sus casas. En la madrugada los dejaron bañarse con agua helada. “Era una satisfacción sacarte todo lo que tenías pegado: excremento, orina, sangre y el olor del miedo, que nunca más lo sacás de la ropa.
Cuando me pude ver las piernas eran como unas mortadelas, de tan hinchadas y quemadas por el frío. Mis zapatos de plataforma nunca más se enderezaron, quedaron para adentro”, relató Liliana. Además los alimentaron por primera vez. “A la mañana nos dan en unos jarros de lata café negro caliente con un marroco, un pan que ellos hacían en el cuartel. Para mí, comer el marroco fue como haber comido una bombita de dulce de leche, fue impresionante”, dijo. Ese mismo día había llegado en helicóptero a Treinta y Tres el general Gregorio -Goyo- Álvarez, para celebrar la fecha patria del 19 de abril. Y para ordenar la tortura de los
detenidos de entre 13 y 18 años. Para eso había llevado a Pedro Buzzó.
-¿Qué sucedió el 18 y el 19 de abril?
-El 18 de tarde empiezan a sacarnos de a uno. Y ahí fue horrible. Nos vuelven a torturar, durante una fiesta. Te hacían esperar de plantón en una subida mientras el otro estaba siendo torturado adentro. Cuando entrabas estaba Buzzó, te sacaba la capucha para que lo vieras arremangado, todo sucio de sangre, con el
pantalón por adentro de las botas...Había un tacho enorme -de esos en los que hacen la comida- lleno de agua, de excrementos, de vómitos...Y un caballete. A medida que los compañeros iban entrando, comenzábamos a prepararnos porque venían todos en ataques de histeria, cosa que en la “máquina” anterior no había sucedido, que el nivel de salvajismo fuera tal que la gente volviera así... En general volvías hecho trapo, caído pero no en un ataque. Buzzó era tan claro y tan preciso en su técnica de tortura que vos estabas entero y en un estado de histeria y de terror total. Te aterrorizaba con lo que hacía: él era el verdadero torturador. Después nos sacó a plantón de nuevo, toda la noche, mientras el Goyo estuvo en la fiesta que brindó el Ejército en su honor.
-¿El Goyo estuvo presente en la tortura?
-Estaba en el cuartel. Él era el jefe máximo y no paró la tortura. El Goyo era un torturador de niños. Logra enardecer, logra sublevar, provoca una reacción casi violenta en uno, logra desarrollar el odio. No odiamos, pero tenemos mucha rabia. No la cultivamos pero la conservamos. Es un individuo muy peligroso para la sociedad, como (Juan María) Bordaberry. Al día siguiente, cuando el Goyo Álvarez y Pedro Buzzó habían abandonado la ciudad de Treinta y Tres, la oficialidad del Ejército reunió a todas las víctimas y les pidió disculpas por el “episodio”. “Nos dicen que ellos no mandaron torturar y que no tenían nada que ver con lo sucedido el 18 y el 19 de abril. Nos dijeron: ‘El que lo mandó fue el Goyo’”, aseguran Liliana y Mabel.
Destrucción moral
Para justificar ante el departamento y la sociedad uruguaya la detención de tantos menores de edad por tiempo prolongado, los militares elaboraron una patraña. El médico general Hugo Díaz Agrelo les hizo a las jóvenes tactos vaginales sin guantes y les inyectó penicilina semanalmente, aduciendo que tenían enfermedades venéreas. La acusación recayó sobre quienes habían participado en febrero de ese mismo año en una convención de la UJC en la playa La Esmeralda. “Atacaron por el lado de lo moral. La idea era que la tropa desparramara el chimento. Para ellos era cierto porque nos inyectaban penicilina”. El Ejército emitió un comunicado de prensa que fue publicado el miércoles 30 de abril de 1975 por los matutinos El País y La Mañana. “Marxismo: única meta la destrucción moral. Descubren campamento: prostituían a más de 60 jóvenes”, rezaba el titular de El País, en la sección Policiales. La Mañana tituló “Descubren movimiento clandestino que reclutaba elementos jóvenes”. El comunicado aseguraba que en el campamento de La Esmeralda “convivieron en tres cobertizos de tablas arrojadas por el mar y ramas de reducidas dimensiones más de 20 jóvenes de ambos sexos en completa promiscuidad y en la cual los cambios de pareja en ámbitos
sexuales eran usuales”. “Es nuestra obligación hacer conocer para evitar que se repita en el futuro”, sostenía. Se acusaba a los detenidos de estar “alejados de nuestras más elementales normas de moral y respeto” y de haber “rebasado largamente las barreras, no sólo de la moral, sino también de la más elemental higiene sexual”, añadiendo que no resultaba “extraño que cinco jovencitas cuyas edades oscilan entre 14 y 17 años contrajeran enfermedades venéreas”. “Se pudo saber también que tres jovencitas rivalizaban en verdaderas competencias de índole sexual, en las que procuraban medir sus respectivas resistencias, habiendo participado de ellas un elevado número de representantes del sexo opuesto”, afirmaba el comunicado.
“Padres, profesores y maestros tienen la palabra”, concluía. La descripción de esa “serie de sucesos lamentables” tenía presunto apoyo en “actas labradas” y “otras comprobaciones”.
Corazón con agujeritos
El 7 mayo de 1975, a casi un mes de la detención, llega desde Montevideo el coronel y juez militar Libio Camps a tomar declaraciones en el cuartel. Ese día liberan a seis jóvenes de 13 y 14 años, entre ellos, a Marisa. “Camps me firma la autorización para salir y le dice a mi madre que me van a entregar, pero que si
yo vuelvo a hacer algo me matan y ella ‘termina con los huesos en un calabozo’. Ésas fueron sus últimas palabras”, contó Marisa. Los adolescentes de 18 años fueron reubicados en varios cuarteles del país y luego estuvieron presos de dos a seis años en los penales de Libertad y de Punta de Rieles. Los de 15 a 17 años fueron trasladados a Montevideo, a los Centros de Observación del Consejo del Niño, actual INAU. “El alivio fue ‘Por suerte los más chicos zafaron’”, dijo Liliana.
-¿Cómo fue el traslado a Montevideo?
-Nos sacan un día neblinoso, una madrugada oscura. Nos hacen subir a un camión del Ejército con las manos atadas con alambre, con guardias armados, y después de que estábamos todos ahí arriba tiran a un hombre que nunca supimos quién era. Allí nos sacaron las capuchas. Me acuerdo de la cara del hombre, de su mirada. Estaba todo bordó. Pero no podíamos hablar con él. Cuando llegamos a Montevideo lo dejamos en la parte de atrás del Hospital Militar. A los varones los llevaron al Hogar Álvarez Cortés y a las mujeres las dejaron, ya muy entrada la mañana, en el Hogar Femenino, que estaba en Yaguarón 1617, esquina Cerro Largo. Allí quedaron internadas siete meses. “Estábamos aterrorizadas porque pensábamos que habíamos ido a un manicomio. Nos sacan otra vez todas nuestras pertenencias, nos bañan, nos revisan, hacen una ficha, nos dan unas ropas espantosas y nos hacen ir pasando a unas piezas. Las ropas era lo que más nos convencía de estar en un loquero”. En el Hogar nunca las pusieron bajo el régimen común, sino que estuvieron detenidas en una pieza, separadas del resto de las internas, entre otras cosas, porque “padecían enfermedades venéreas”. Sin embargo, el examen que les realizó una ginecóloga demostró lo contrario: “El historial comprueba que éramos absolutamente todas vírgenes, estábamos intactas y nuestro estado sanitario era impecable”. El personal les tenía miedo y algunos llegaron a creer la invención de que los comunistas comían niños crudos. Les hicieron tests intelectuales y psicológicos. “No entendían cómo estábamos en aquel estado de entereza”. No obstante, Liliana y Mabel reconocieron que sufrieron durante mucho tiempo efectos post traumáticos. “Cuando entraba un funcionario nos parábamos, porque en el cuartel cuando entra un militar te tenés que parar como un resorte, durito, como si fueras un militar. Lo hicimos durante años: entraba alguien en la pieza y nos parábamos como resorte. Hablábamos en un susurro porque creíamos que no podíamos hablar fuerte. Le sacábamos las rosetas a las duchas porque en el cuartel nos bañábamos con el chorro. Nosotras seguíamos torturándonos”, admitieron. De lunes a viernes trabajaban con Eva, la encargada del lavadero, que las trataba en forma amigable. “Era divina con nosotras”. Liliana, Mabel y sus compañeras lavaban, secaban y planchaban la ropa de más de 200 internas. “Trabajábamos duramente pero la verdad es que eso nos sirvió, porque con la edad que teníamos, ¡imaginate estar todo el día encerradas en una pieza!”. Los sábados las visitaba el juez militar Camps y controlaba que las medidas de seguridad se estuvieran cumpliendo. “Nosotras, por ejemplo, no podríamos haber ido a lavar… Teníamos que quedarnos en la pieza”, comentó Liliana. Los domingos eran aburridos e interminables. A pesar de todo, la vida en el hogar se les hizo llevadera en comparación con el infierno anterior: “Allí comíamos, estábamos todas juntas y podíamos hablarnos”.
Pero la pesadilla aún no terminaba. El 6 de noviembre de 1975, el propio Camps entrega a los menores a sus padres en el Juzgado Militar de 8 de Octubre y Jaime Cibils. Nunca pasaron a un juez de menores: habían sido liberados por la Justicia Militar sin que mediaran causa ni proceso, y con la amenaza de que “si volvían a hacer algo” iban a ser torturados al igual que sus familias. Les quitaron la patria potestad a sus padres y se la quedaron los militares. Les suspendieron la calidad de estudiantes por cinco años en todas las instituciones dependientes del Consejo Nacional de Educación (CONAE). Tenían prohibido juntarse más de dos y quedaron constantemente vigiladas.
Adiós Olimar
Al regresar a la ciudad de Treinta y Tres nada volvió a ser igual para Liliana y las hermanas Mabel y Marisa. No podían pisar la Plaza de Deportes ni los clubes, ningún lugar de recreación ni institutos de enseñanza. “Cuando me puse el uniforme y fui al liceo, el encargado me sacó del brazo y me dijo que no podía entrar”, contó Marisa. La persecución era total: “Siempre caminaba con un milico atrás vestido de particular, permanentemente. Por arriba de la casa, en el patio, siempre andaba un milico. Un día uno me dijo: ‘De tanto seguirte me flechaste’”, contó riendo Marisa. “Si vos ibas al almacén a comprarte un palito helado, el milico sabía que te gustaba el de naranja”, comentó Mabel. Como si fuera poco, el comunicado difamatorio había surtido efecto: “Los compañeros del liceo y la gente cruzaban la vereda. Nos tenían miedo. No nos saludaban nuestros antiguos amigos. A los 16 años eso te hace pelota más que la tortura”, evocó Liliana. “Sólo a una amiga la dejaron juntarse conmigo”, agregó Marisa. La situación se les hizo insostenible y abandonaron Treinta y Tres, convencidas de que en ese pueblito de campaña, su pueblito “culturoso”, ya no les quedaba nada. Allí no podrían construir sus vidas: “Fui de las que me vine inmediatamente. Hubo quienes se quedaron e hicieron su vida, yo no entiendo cómo pudieron. Nunca más se me ocurrió que pudiera vivir en Treinta y Tres”, afirmó Liliana.
-¿Por qué cuentan esta historia?
Liliana y Mabel: Nos costó 29 años poder hablar de la tortura. Ni entre nosotros habíamos hablado de qué nos habían hecho, aunque seguimos siendo amigos y amigas, y compartiendo la vida. Nosotras hemos logrado que muchos denuncien, digan y hablen. Y con mucho dolor.Marisa: La gente hoy lo vive como una historia más, como quien ve hoy en la tele la guerra de Irak.
-¿Nunca más?
(Marisa) Me parecería vacío si esto no se toma como un período histórico del Uruguay. No me importa que se sepa mi historia, mi experiencia personal; me importa que se sepa lo que aquí sucedió. Lo que quiero es que se sepa a ciencia cierta toda la responsabilidad.
Liliana y Mabel: Que nunca más pase esto en ningún país, que nunca más haya tortura en ningún lado del mundo. Pero yo no creo que la solución sea dar vuelta la página. No es sólo un problema de lo que nos pasó, sino de la sociedad uruguaya. La sociedad tiene que sanearse de esto, porque está enferma de impunidad. Empezó con la dictadura, siguió con la Ley de Caducidad y ha permeado a toda la sociedad. Hay que luchar contra la impunidad en todas sus manifestaciones. Para eso se tiene que saber la verdad, y junto con la verdad tiene que haber justicia.<
Lourdes Rodríguez Becerra
Mucho palo pa’ que aprenda
En el mismo cuartel, pero en 1972, murió Luis Carlos Batalla, un albañil de 32 años, casado y con dos hijas menores de edad, militante del Partido Demócrata Cristiano (PDC), Frente Amplio. Había sido detenido por efectivos del Batallón de Infantería Nº 10 en la madrugada del domingo 21 de mayo de ese año. El 25 de mayo, a las 9 de la mañana, personal militar llamó a la puerta de su casa y pidió los remedios para el corazón. Sus familiares respondieron que no sufría problemas cardiovasculares ni estaba en tratamiento médico. Una hora más tarde los notifican de su fallecimiento: Batalla había muerto de un “ataque cardíaco”. La denuncia judicial por homicidio estuvo a cargo del abogado Daniel Sosa Días, diputado del PDC, y la autopsia, realizada por médicos de su confianza, reveló que la causa de la muerte fue una anemia aguda por ruptura de hígado. Sosa Días señaló al entonces ministro de Defensa Nacional, general Enrique Magnani, que para romper el hígado se necesita una fuerza similar a la de la patada de un caballo. Batalla no pudo defenderse porque estaba atado y encapuchado. “En la mano derecha se apreciaba una marca, signo demostrativo de que estuvo atado con alambre retorcido que le apretaba fuertemente la muñeca (...). Lo más espantoso era el abdomen, lleno de equimosis, de erosiones, de hematomas. Evidentemente ésa era una persona que había sido brutalmente golpeada”, explicó Sosa Días al ministro. Mario Eguren, un estudiante de 17 años, había sido detenido durante las razias contra el Movimiento de Liberación Nacional (MLN), también en 1972. El adolescente, que era compañero de clase de Liliana Pertuy, fue fusilado por orden de un comisario de la policía, Peludo Alcarraz, con sus manos atadas, cuando intentó escapar del infierno del cuartel.<
No hay otro remedio
En 1985, el doctor Hugo Díaz Agrelo fue denunciado por diez mujeres -entre ellas Liliana Pertuy y Mabel Fleitas- ante la Comisión Nacional de Ética Médica que habían constituido ese mismo año el Sindicato Médico del Uruguay, la Federación Médica del Interior, la Asociación de Estudiantes de Medicina y la Comisión de Derechos Humanos del Colegio de Abogados. Díaz Agrelo, que en 1975 era médico del cuartel y director del Hospital de Treinta y Tres, alegó que ante la sospecha de que ocho pacientes tuvieran enfermedades venéreas les había hecho una “inspección vulvar en forma correcta” y les había inyectado semanalmente Benzetacil, dos millones 400 unidades. La única enfermedad venérea que se trata con esa medicación es la sífilis, que se diagnostica con un examen de laboratorio (reacción VDRL). “El doctor no puede ignorar que con una inspección vulvar no se diagnostica ninguna enfermedad venérea. El tratamiento (...) no debió indicarse por sospecha”, sostuvo el equipo instructor, conformado por un médico y un abogado. El equipo instructor entendió que la actitud de Díaz Agrelo “se prestó a una parodia de examen que fue vejatorio para avalar las acusaciones infundadas del Comando General del Ejército en perjuicio de las víctimas, que además sufrieron el rechazo de algunos sectores de la sociedad de Treinta y Tres, debiendo algunas abandonar su ciudad natal”. También estuvieron involucrados otros médicos militares cuyos casos no fueron estudiados por la Comisión Nacional de Ética Médica: José Cúneo, el doctor Antigas y un odontólogo de apellido Viera. “Un día nos dijeron: ‘Los que tienen problemas dentales, vino el dentista’ -relató Mabel-. Me revisó la boca y me dijo: ¿Te duele este diente? No te va a doler más’. Me lo arrancó y me quedé sin el diente”.
te juro que lo leeria, pero el reproductor de fotos que tiene mi hermano por monitor me arruina los ojos cuando leo mucho, voy a ver si me cambio de maquina cuando alguna vieja se vaya y lo leo XD saludos.
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